En el país, dividido entre peronistas y “contreras”, la idea de que el fin de Evita estaba cercano iba ganando terreno, aunque no se publicaran noticias inquietantes sobre su salud. Una expresión de esto era lo que Atilio Renzi, con disgusto, llamaba “una verdadera competencia entre altos funcionarios para congraciarse con la enferma”. 1 Los artículos que publicaba el diario Democracia eran cada vez más laudatorios, al igual que los comentarios de la prensa peronista sobre La razón de mi vida. El 25 de junio, el gobierno bonaerense estableció que el libro fuese texto oficial de las escuelas, en la materia Educación Cívica. El 17 de julio, una ley del Congreso lo convirtió en texto obligatorio en todos los establecimientos de enseñanza dependientes del Estado nacional.
En esos meses, bustos de Evita comenzaron a adornar reparticiones públicas. Anticipándose a lo que ocurriría después con La Plata, la ciudad de Quilmes adoptó un nuevo nombre: Eva Perón. A mediados de junio, el diputado Héctor Cámpora presentó un proyecto de ley para condecorar a Evita con el collar de la Orden del Libertador General San Martín, que fue aprobado dos días después. 2
Pero entre sus descamisados, en lugar de homenajes, había un fervor religioso que rogaba por su restablecimiento. Altares y capillas improvisadas se levantaban en todo el país para rezar por su salud. Atilio Renzi, testigo de primera mano de esos días, recordaba:
Cuando la señora se empeoró, muchos viajaron al interior en busca de manosantas, brujas y hechiceros. Llegaba gente desde muy lejos para rezar en los jardines de la residencia. A la custodia le enviaban permanentemente para su archivo, amuletos, piedras milagrosas y estampitas con propiedades curativas… Era gente del pueblo. Algo de no creer. Se evitó siempre decir que Evita estaba muy mal, para no traer inquietud a la gente. Se trataba de evitar las aglomeraciones frente a las verjas de la residencia. Muchas personas tenían ataques de desesperación y de locura. Era algo impresionante. El día que fue el padre Benítez a darle la extremaunción, en plena lluvia, la gente se arrodillaba a rezar en la calle. Hasta las habitaciones llegaba el murmullo de las oraciones. Yo pensaba que muchos se iban a agarrar una pulmonía. 3
El 20 de julio, la CGT se hizo eco de lo que venía ocurriendo y organizó una misa en el Obelisco. La concurrencia, estimada en un millón de personas, se congregó bajo una llovizna fría en torno a un gran altar levantado para la ocasión, donde ofició el sacerdote y diputado peronista Virgilio Filippo. El confesor de Eva, el padre Benítez, tenía una difícil misión en el transcurso de esa misa. A Perón, que “tenía la obsesión de que Evita iba a morir en ese momento”, se le ocurrió poner un teléfono directo hasta la cabina donde yo estaba, que era un enredijo de cables y chispas. Habíamos quedado en que si él me llamaba, era porque había muerto, para que yo preparase a la gente y dijese claramente: “Ha muerto Eva Perón”. Yo temblaba de tener que decir eso. De repente, suena el teléfono. Se me escapó: “Murió”. Era el General y me dice: “Ella ha querido oír la misa. Está muy bien. Pero el que está mal soy yo, estoy llorando de emoción. Quisiera morirme antes que ella”. 4
Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares, mientras manos anónimas pintaban sobre una pared “Viva el cáncer”. Eran manos que venían de otros barrios donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga.
Los últimos días de Evita
El testimonio de Olga Viglioglia de Torres da cuenta de que, hasta último momento, Evita no daba el brazo a torcer:
vi a Evita por última vez, cuando llamó a un grupo de mujeres porque quería que nos metiéramos en política, pero eso no era para mí. Eso fue el 12 de julio, ella murió el 26. Unos días antes me había recibido a solas. Estaba muy débil pero igual seguía trabajando. En eso llegó Perón, que no quería que ella se agitara. Se armaba un revuelo bárbaro en la residencia cuando llegaba el general. Entonces me dijo: “Metete en el baño y dejá la puerta entornada para que crea que no hay nadie…” Y el general subía apurado las escaleras y preguntaba: “¿Cómo está Eva… cómo está Eva…?” Y la besaba mucho, la abrazaba. Por eso cuando dicen que no la quería… Dos días después de eso recibió a un grupo de mujeres. Allí la vi ya muy mal. Nos habló a todas. Nos dijo: “Cuando yo ya no esté, traten de seguir con la política de Perón”, pero pocas la escuchaban: todas estábamos llorando. 5
Su salud seguía empeorando y para mejorar su atención, se preparó como si fuera una habitación de hospital el cuarto de vestir de Perón. Allí estaban la cama de Evita y la de su enfermera.
Perón recordaba así aquellos días finales:
Aquellos días de cama fueron el infierno para Evita. Estaba reducida sólo a piel, a través de la cual se percibía ya el blancor de los huesos. Sólo los ojos parecían vivos y elocuentes. Se posaban sobre todas las cosas, interrogaban a todos; a veces estaban serenos, a veces me parecían desesperados. Las fuerzas la habían abandonado. Cuando sintió cercano su fin, quiso escribirme una carta que yo conservo todavía entre las pocas cosas que representan mi mundo de ahora y mi fortuna de siempre. La dictó a una secretaria, después agregó algo ella misma con una caligrafía vaga y trémula. […]
A mediados de julio arreciaron sus dolores. Las crisis se sucedían de manera agobiadora. Eran tan intensos que a veces pedía morir. Unos días antes de su muerte, y mientras sufría una crisis dolorosa dijo: “Yo he besado a mis descamisados sabiendo que muchas veces eran enfermos, tuberculosos y leprosos. Siempre pensaba y decía que Dios no me mandaría tanto dolor porque yo todo lo hacía por los pobres… y ahora Dios me manda todo esto. Es demasiado. Pero si Dios lo manda, bien está”. El 16 de julio nos dijo: “Anoche hice un examen de conciencia y estoy tranquila con Dios. Yo no hice otra cosa que atender a los pobres, a los trabajadores, y quererlos y trabajar fanáticamente por Perón. ¿Qué mal puede haber en eso? Si alguna falta he cometido en mi vida, con estos dolores ya he pagado suficiente”. 6
Perón no sabía cómo levantarle el ánimo. La noche del 21 al 22 de julio, se le ocurrió que llamaran al modisto de Evita, Paco Jamandreu, para que se presentara en la residencia. Jamandreu recordaba así los hechos:
Volé a la cita. Por el camino me hice mil conjeturas. Llegué. Perón ahora no lucía aquella sonrisa que yo recordaba tanto. Fue breve:
– Eva se muere. Tengo que apelar a tus sentimientos. Aunque no te hemos visto últimamente te recordamos con mucho cariño. Lo que te voy a pedir es muy importante para mí: quiero hacerle creer a Eva que preparamos un largo viaje y que vos le estás diseñando ya la ropa. Si vos me hicieras en seguida, para hoy mismo (eran las dos de la mañana) unos dibujos en colores, yo haría que abrieran sederías para que puedas elegir las telas. Aunque no será fácil el hacérselo creer. Pero trataremos de levantarle su ánimo. ¿Te das cuenta? Una mentira piadosa. […]
Le llevé los diseños yo mismo a la mañana siguiente. De la recámara escuché la voz apagada de Eva Perón:
– ¡En qué poco tiempo ha hecho los diseños! ¡Qué bonitos! Debería ser modisto en París. Allí tendría mucho éxito. Tenés que explicarle que ahora estoy muy flaca. Tendrá que achicar las medidas. Que empiece con deshabillés. Después seguiremos con los otros.
Perón salió a despedirme. Había lágrimas en sus ojos:
– Ya ves. La hemos hecho feliz. Te llamaré. Prepará algunos vestidos. No creo que llegués a probárselos, pero hacé algo. Te estoy muy agradecido, pibe.7
Pero Eva no se dejaba engañar por esas mentiras piadosas, sabía lo que estaba ocurriendo. Así se lo hizo saber a uno de sus más antiguos conocidos, de los tiempos de Junín, Oscar Nicolini:
Me marcho. Sin remedio. Lo sé. Aparento vivir en un sopor permanente para que supongan que ignoro el final. Es mi fin en este mundo y en mi patria. Pero no en el recuerdo de los míos. Ellos siempre me tendrán presente, por la simple razón de que siempre habrá injusticias y, entonces, regresarán a mi recuerdo todos los tristes desamparos de esta querida tierra. Has sido, Nico, hombre de una sola pieza y tu afecto y solidaridad entibiaron muchas veces mi alma dolorida. Por eso ahora, cuando voy a mostrarme ante Dios, te digo (en este instante no cabe sino la verdad desnuda): poseí dos vidas. Antes de Perón y con Perón. La primera no cuenta. La otra, en cambio, ha sido maravillosa.